VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA
EVANGELIO
Continuación, del santo Evangelio según S. Juan.
En aquel tiempo había un enfermo, llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María y de su hermana Marta. (Y María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, era la que había ungido al Señor con ungüento, y enjugado sus pies con sus cabellos.) Enviaron, pues, sus hermanas aviso a Él, diciendo: Señor, el que amas está enfermo. Y, al oírlo Jesús les dijo: Esta enfermedad no es de muerte, sino por la gloria de Dios, para que por ella sea glorificado el Hijo de Dios. Y amaba Jesús a Marta, y a su hermana María, y a Lázaro. Cuando oyó, pues, que estaba enfermo, quedóse aún dos días en aquel lugar. Luego, después de esto, dijo a sus discípulos: Vayamos otra vez a Judea. Dícenle sus discípulos: Rabbí, hace poco te buscaban los judíos, para apedrearte, ¿y a hora vuelves allá? Respondió Jesús: ¿No tiene doce horas el día? El que caminare de día, no tropezará, porque verá la luz de este mundo: pero, el que caminare de noche, tropezará, porque no tendrá luz. Dijo esto: y, después de esto, les dijo a ellos: Lázaro, nuestro amigo, duerme: pero voy a despertarle del sueño. Dijéronle entonces sus discípulos: Señor, si duerme, sanará. Jesús hablaba de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del reposar del sueño. Entonces les dijo Jesús claramente: Lázaro ha muerto: y me alegro, por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis: pero vayamos a él. Dijo entonces Tomás, el llamado Dídimo, a sus condiscípulos: Vayamos también nosotros, para que muramos con Él. Vino, pues, Jesús, y halló que hacía ya cuatro días que estaba en el sepulcro. (Y estaba Betania como a unos quince estadios de Jerusalén.) Y muchos de los judíos habían venido a Marta y a María, para consolarlas de la muerte de su hermano. Marta, pues, cuando oyó que venía Jesús, le salió al encuentro: María en cambio, quedó sentada en casa. Dijo entonces Marta a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano: pero sé también ahora que, todo lo que pidieres a Dios te lo dará Dios. Díjole Jesús: Resucitará tu hermano. Díjole Marta: Sé que resucitará en la resurrección del último día, Díjole Jesús: Yo soy la resurrección, y la vida: el que cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá: y, todo el que vive, y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Díjole: Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo. Y, dicho esto, se fué, y llamó en silencio a su hermana María, diciendo: Está aquí el Maestro, y te llama. Ella, cuando lo oyó, se levantó enseguida, y vino a Él: aun no había llegado Jesús a la aldea, sino que estaba todavía en aquel lugar donde le salió al encuentro Marta. Entonces los judíos que estaban con ella en casa, y que la consolaban, cuando vieron a María, que se levantó rápida, y salió, la siguieron, diciendo: Va al sepulcro, para llorar allí. Pero María, cuando llegó a donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies, y dijóle: Señor, si hubieses estado aquí, no hubiera muerto mi hermano. Y Jesús, cuando la vió llorando, y a los judíos, que habían venido con ella, llorando también, se conmovió en espíritu, y se turbó y dijo: ¿Dónde le habéis puesto? Dijéronle: Señor, ven y ve. Y lloró Jesús. Dijeron entonces los judíos: ¡Ved cómo le amaba! Pero algunos de ellos dijeron: ¿No podía éste, que abrió los ojos del ciego de nacimiento, hacer que éste no muriera? Mas Jesús, estremeciéndose otra vez, fué al sepulcro. Era éste una gruta, cerrada con una piedra. Dijo Jesús: Quitad la piedra. Díjole Marta, la hermana del que había muerto: Señor, ya hiede, pues es de cuatro días. Díjole Jesús: ¿No te dije que, si creías verías la gloria de Dios? Quitaron, pues, la piedra: y Jesús, elevados los ojos al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me has oído. Yo ya sabía que tú me oyes siempre, pero lo digo por el pueblo que merodea: para que crean que tú me has enviado. Habiendo dicho esto, clamó con gran voz: Lázaro, ven fuera. Y al punto salió, el que había muerto, ligado de pies y manos con las vendas, y envuelta su cara en el sudario. Díjoles Jesús: Soltadle, y dejadle ir. Entonces muchos de los judíos, que habían venido a, María y a Marta, y que vieron lo que hizo Jesús, creyeron en Él.
LÁZARO, IMAGEN DEL PECADOR.- Leamos confiados este admirable relato que nos cuenta la obra de Jesús en las almas; recordemos el bien que ha hecho a la nuestra y prometámosle finalmente tener compasión de nuestros Penitentes que, numerosos en toda la tierra, se preparan a recibir el perdón que les devolverá la vida. Hoy no es una madre la que pide la resurrección; son dos hermanas que imploran esta gracia para su querido hermano; la Iglesia con este ejemplo nos induce a orar por nuestros hermanos. Mas sigamos la narración de nuestro Evangelio. Lázaro estuvo primero enfermo y agonizante; Finalmente murió. El pecador comienza dejándose llevar de la pereza a la indiferencia y luego recibe una herida mortal. Jesús no ha querido curar la enfermedad de Lázaro; para hacer a sus enemigos inexcusables, quiere obrar un prodigio portentoso a las mismas puertas de Jerusalén. Quiere probar cómo es dueño de la vida á aquellos que, pocos días después se escandalizarán de su muerte. En el sentido moral Dios permite algunas veces a su Sabiduría, que se abandone a un alma ingrata a pesar de que sabe caerá en el pecado. Más tarde la levantará, y la confusión de su caída, la servirá para mantenerse en la humildad que la habría preservado. Las dos hermanas, Marta y María, aparecen aquí muy distintas de lo que eran por naturaleza; las dos desconsoladas pero llenas de confianza. Jesús anuncia cómo Él mismo es la Resurrección y la Vida; quien espere en Él no morirá eternamente, pues es lo único que hay que temer. Mas cuando ve llorar a María, cuyo amor conocía muy bien, se conmueve y se turba. La muerte, castigo del pecado del hombre, fuente de tantas lágrimas, conmueve su corazón divino. Llegado al sepulcro que guarda el cuerpo de su amigo Lázaro, llora, santificando de este modo las lágrimas que el amor cristiano nos arranca al borde de la tumba de los que amamos. Ha llegado el momento de levantar la piedra, de demostrar en pleno día el triunfo de la muerte. Cuatro días hacía que Lázaro se hallaba en el sepulcro: es imagen del pecador envejecido en su pecado. No importa; Jesús no rechaza este espectáculo. Con voz que estremece a cualquier hombre, y hace temblar al infierno, grita: Lázaro, sal fuera, y el cadáver salta del sepulcro. La muerte ha oído su voz, pero sus miembros están aún enfajados y su rostro cubierto, no puede moverse, sus ojos no ven. Jesús manda quitarle las vendas; y a su mandato manos humanas devuelven a los miembros de Lázaro su antigua libertad y a sus ojos la vista del sol. Esta es también la historia del pecador reconciliado. Una sola palabra de Jesús hubiera sido suficiente para convertirle, para conmover su corazón e inducirle a confesar su pecado; mas Jesús deja en manos de sus sacerdotes el desatarle, iluminarle y devolverle el movimiento. Este prodigio, obrado en los días en que nos hallamos, exacerbó el furor de los judíos. Este último beneficio le convirtió en blanco de su rabia. En adelante ya no se alejará de Jerusalén; Betania, donde acaba de obrar este milagro, no; está muy distante de allí. Nueve días más tarde y la ciudad infiel contemplará el triunfo del Mesías; luego volverá a la casa de sus amigos de Betania; pero pronto entrará de nuevo en la ciudad para consumar en ella el sacrificio, cuyos méritos infinitos son el principio de la resurrección del pecador.
RECUERDOS HISTÓRICOS.- Esta esperanza consoladora fué causa de que los primeros cristianos multiplicasen en las pinturas de las catacumbas la figura de Lázaro en el momento de su resurrección; y este tipo de la reconciliación del alma pecadora esculpida igualmente en el mármol de los sarcófagos de los siglos IV y V se reprodujo hasta en las vidrieras de nuestras catedrales. Antiguamente Francia honraba este símbolo de la resurrección espiritual en una piadosa costumbre conservada en la célebre abadía de la Trinidad de Vendóme, hasta que fueron aboliéndose nuestras instituciones católicas. Todos los años en este día se llevaba a la iglesia abacial un criminal conducido por la justicia humana. Llevaba una soga al cuello y en la mano sostenía una antorcha que pesaba treinta y tres libras, en recuerdo de los años del divino Libertador. Los monjes hacían una procesión a la que asistía el criminal así como el sermón que la seguía. Se le llevaba entonces a las gradas del altar; allí el abad, después de una exhortación, le imponía como penitencia la peregrinación a S. Martín de Tours. Se le quitaba entonces la cuerda del cuello y quedaba libre. Este uso litúrgico, tan cristiano y tan patético, se remontaba a los tiempos de Luis de Borbón, conde de Vendóme. En 1426, durante su cautividad en Inglaterra, hizo voto, si Dios le devolvía la libertad, de establecer en la iglesia de la Trinidad, en testimonio de reconocimiento este homenaje anual a Cristo que libertó a Lázaro de la tumba. El cielo se compadeció del príncipe y pronto obtuvo la gracia que con tan gran fe pedía.
ORACION
Humillad vuestras cabezas a Dios. Suplicámoste, oh Dios omnipotente, hagas que, puesto que conocemos nuestra debilidad y confiamos en tu poder, nos alegremos siempre de tu bondadosa piedad. Por el Señor.
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