
¡Oh Madre de Dios!, ten piedad de esta pobre pecadora. Veo que a causa de mis pecados no merezco que me mires. Pero tú eres el refugio de los pecadores; ayúdame por amor a Jesús, tu Hijo querido; permíteme entrar en la iglesia, pues quiero cambiar de vida e irme a hacer penitencia donde me ordenes.
Oyó entonces una voz interior, como si la Virgen le respondiera:
¡Vamos! ya que has acudido a mí y quieres cambiar de vida, entra en la iglesia que ya no está cerrada la puerta para ti.
Entro la pecadora, adoró la santa Cruz y lloró. Y regresó a la imagen de Nuestra Señora y le dijo:
Señora estoy dispuesta; ¿a dónde quieres que me aparte para hacer penitencia?
La Virgen le respondió:
Vete, cruza el Jordán y encontrarás el lugar para retirarte.
Se confesó, comulgó, pasó el río, llegó al desierto y comprendió que ése era el lugar para su penitencia.

Ahora bien, durante los primeros diecisiete años que estuvo en el desierto, ¿cuánto no le hicieron los demonios para hacerla caer? ¿Qué hacía ella entonces? Nada distinto de encomendarse a María; quien le alcanzó la fuerza de resistir durante aquellos diecisiete años después de los cuales cesaron sus batallas. Por último después de cincuenta y siete años en aquel desierto, a la edad de ochenta y siete años, por disposición de la Providencia, la encontró el santo abad Zósimo. Le contó ella toda su vida y le pidió que volviera al año siguiente y le llevara la sagrada comunión. Regresó el santo y le encontró muerta, el cuerpo inundado de luz, y a la cabecera escritas estas palabras: Sepulta en este lugar el cuerpo de esta miserable pecadora y ora a Dios por mí. La sepultó en la tumba abierta por un león. Y de regreso al monasterio, contó las maravillas de la divina misericordia para con aquella venturosa pecadora.
Fuente:
Libro: Las Glorias de María
Autor: San Alfonso María de Ligorio
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